lunes, 6 de abril de 2020

DISGRESIONES CRISTIANAS



Definición de lavado de manos - Qué es, Significado y ConceptoPor Dardo Juan Calderón.

EL MALDITO IMPACIENTE.

Corría el año cuarenta y uno de nuestra era y en Viena amanecía un día luminoso pero gélido. La naciente ciudad, que fuera destinada a cárcel y destierro de romanos a quienes la fortuna o el favor de los poderosos había abandonado, ya se iba transformando a costa de varias obras que impulsaran los mismos ingenieros romanos exilados, demostrando que Roma civilizaba aún con sus rechazos.

Hacía pocas semanas que se había inaugurado el acueducto que surgía rectilíneo desde los bosques haciendo caso omiso a las curvas sensuales de la lomas verdes y pastosas, presentándose a los habitantes como un desafío de duro progreso, contrastando con las chozas de madera de los alrededores del barroso centro que, con el mismo ímpetu, comenzaba a ser empedrado. Estas obras a la vez que eran un desquite contra la barbarie para aquellos que se habían visto condenados, privados de ver la gloriosa y brillante Roma, también herían sus corazones al volverla patente a sus memorias y en ellas buscaban mantener fresco aquel dolor de la patria. Muy por el contrario a lo pensado, sólo existían esperanzas de volver a Roma mientras se apelaba ante la administración que dictó la medida. Los cambios – salvo casos extraños-  sólo producían el olvido total, el archivo de las causas y la consiguiente resignación de buscar una mujer del lugar, una fuente de ingresos y hacer casa.
Para los galos que habían trabajado en las construcciones al son de sus cantos rítmicos, aparecían estas como desequilibradas e inexplicables, ¿qué hacían esos enormes arcos minerales llevando agua a una pequeña ciudad de madera? Eran como esas desproporciones de crecimiento que suelen darse en los adolescentes y de las que sólo los más advertidos pueden entrever la belleza o la fealdad que se anuncia. La sensual madurez de Viena estaba sólo en la mente proyectista de aquellos romanos; los galos, sin imaginar los planes, canturriaban en el trabajo lo que luego serían los valses que coronaran su serena gloria.
Un hombre anciano de rostro, pero recio de cuerpo (muy propio de quienes han sufrido grandes responsabilidades de mando), que en su andar y en su ropa delataba la ranciedad de su origen romano, caminaba al amanecer tocando con la yema de sus dedos las columnas del acueducto, como inspeccionando la argamasa que unía los ladrillos y buscando en ellos algún desperfecto. En un punto, subido a una piedra y a puntillas de pie, su mano bien estirada dio con una de las lancetas metálicas con gancho que habían sido usadas para tirar las líneas de las corridas de ladrillos y que, por algún descuido, no había sido removida de la argamasa fresca quedando sólidamente entrampada.  Propinó varios tirones como para arrancarla, pero muy por el contrario de lo esperado, al confirmar la imposibilidad de quitarla hizo un gesto satisfecho que por un segundo desarrugó su rostro surcado de angustia. Bajó los brazos y apoyó con firmeza las plantas de sus pies en la piedra, bajando y subiendo la cabeza para mirar una vez la lanceta y otra la piedra, como calculando algo, hasta que estuvo seguro, y por decir, satisfecho de aquellos cálculos. Quedó impasible por un instante tomando una larga bocanada de aire helado. Luego desató el cíngulo de su toga midiendo su resistencia con otros tirones bruscos de sus dos manos, pero por algo lo descartó y lo lanzó a un costado. Tomándola del ruedo se sacó la toga con un movimiento ágil dejando su cuerpo desnudo, todavía musculado y con poco vientre. Giró con sus manos fuertes la toga, haciendo un torzal al que enlazó pasándolo por el hueco de un manga, lo enganchó en la lanceta, lo puso en su cuello bien apretado y se tiró de la piedra.
 Una contracción muscular, voluntariosa y férrea, sin duda calculada y prevista, impidió que se moviera vergonzosamente como un monigote, pero también que dislocara las vértebras, y así con un ronquido furioso y apretando dientes y puños se fue estrangulando, soportando tenso, hasta que la vida se le fue. La falta de una buena soga demostró que la decisión lo había encontrado a él, que había sido atropellada, en un acto de desdén por la vida; pero no por eso descuidó cierta afectación teatral como es normal en quienes han ejercido cargos políticos y de la cual siempre hizo gala.
Se llamaba Pilatus, que quiere decir “lancero”, y pertenecía a una vieja familia de origen Samnita  – los Pontius-  que se habían integrado a Roma por el 300 A-C con ocasión de una tregua dictada al final de una de las guerras samnitas. Acogimiento pragmático a feroces enemigos que eran llamados a sumarse a la empresa, pero con la muy romana condición de que el patriarca de la familia, aquel que combatió fieramente matando romanos, el general samnita Caius Pontius, fuera de todas maneras decapitado frente a su familia luego de la derrota, lo que debía quedar grabado por generaciones en sus memorias y sellaría con sangre el vasallaje.  A partir de allí los Pontius fueron familia destacada, siendo el más famoso aquel Pontius Aquila que le jugara primero un desplante a César no levantándose a su paso, y luego – al poco tiempo- cometiera algo un tanto más grave, siendo uno de los puñales que lo asesinó.  Hubo una Pontia famosa por suicidarse junto con dos de sus hijos infantes. No era la piedad la que distinguía a la “gens Pontia” sino la furia, el arrebato y el desdén por la vida.
 Este Poncio que hoy moría, en el exilio y la vergüenza - luego de ser condenado por Calígula en un juicio a raíz de las denuncias de sus abusos como Presidente y Gobernador (cargo uno judicial y el otro ejecutivo) de la Judea - era bien conocido por los restantes exiliados que siempre trataron de evitarlo por su humor amargo. Viudo y solitario, su cuerpo fue encontrado varios días después comido en parte por las bestias, lobos y osos que normalmente se atrevían hasta los mismos caseríos.
 En su habitación pocas cosas se hallaron y sabido que no había tenido hijos, fueron entregadas a la autoridad de la ciudad-cárcel; un modesto capital, unas ropas usadas pero que delataban gustos caros, un raro cuenco o aguamanil de bronce repujado, de poco precio y que denotaba no haber sido usado por muchos años,  una esquela vieja y ajada de puño y letra de su mujer – Claudia Prócula -  envuelta en un pañuelo aún perfumado (en la que le pedía no interferir en los asuntos de un “justo” con los Sacerdotes de su pueblo. Por “ese hombre”, decía, había pasado malos sueños), un baúl repleto de documentos y borradores mil veces corregidos de un alegato de defensa, tinta, papel y plumas.  
Las malas lenguas hablaban de que ese asunto del judío que mandó a crucificar lo trastornaba, y que aun no siendo la razón de su proceso de destitución - ocurrida cinco años después de aquel suceso -  había sido sin duda el comienzo de su mala estrella. Él mismo así lo contaba a las pocas personas que quisieron escucharle cuando el vino verde de la zona lo achispaba, agregando que, para colmo de sus males, ya se comentaba por toda la Galia las proezas espirituales de no pocos de los seguidores de aquel Rabbi que habían recalado en aquellas tierras escapando de los judíos y comenzaban a hacer prosélitos en la Galia. En especial de un tal Lázaro y su hermana Marta que predicaban su doctrina; habiéndose propalado entre los enfermos galos la superstición de ir a visitar una mujer de una belleza incomparable (la Madelaine le decían) que habitaba en una gruta poblada de espíritus angélicos que la alimentaban, vestida solamente con su larga cabellera, y que por arrimar los sufrientes a la entrada de la cueva se producían curaciones milagrosas.
Ya un poco picado, repetía una y otra vez que Tiberio hubiera escuchado sus razones entendiendo su severidad con ese pueblo de magos, avaros y violentos; pero tuvo la mala suerte de que ya en viaje a Roma, luego de su destitución y llamado a comparecer a juicio - con toda su defensa redactada - muriera el viejo emperador y el proceso lo llevara su sucesor Calígula, con quien ninguno de los argumentos iban a funcionar, ya que se presentaba más proclive a condenar por reubicar los suyos que a escuchar descargos y hacer justicia.
Sus abogados le aconsejaron declararse culpable sin siquiera comparecer frente al déspota. No desafiar la paciencia del flamante Emperador, que era poca y siempre proclive a tomar vidas (“Impaciencia en la función y desdén por la vida de los gobernados”, esos viejos vicios de malos gobernadores y jueces, tan conocidos por él; que le habían llevado donde estaba y ahora se le volvían en su contra). Los letrados ya habían arreglado para bien su exilio a las Galias, poniendo en sus bolsas la poca fortuna que no le había sido confiscada al depuesto funcionario, quien partía con un exiguo capital – mayormente joyas heredadas de su mujer – y sin dejar ningún contacto en la Capital del Imperio, una Roma que lo desconocía y lo rechazaba.
Aunque el asunto de Jesús de Nazareth no formaba parte de las acusaciones para la deposición (acusaciones que se produjeron fundamentalmente por una matanza de galileos; resulta que Pilato había sacado fondos del tesoro del Templo para construir un acueducto y siendo “fondos sagrados”, provocó una protesta que fuera apagada abruptamente a palo puro por soldados infiltrados entre los manifestantes, que en el entusiasmo causaron varios muertos. En realidad no era sólo eso la queja, sino que fue la gota que rebalsaba el vaso de casi doce años de tiranía y desprecio de este inestable Procurador, siendo la acusación un resumen de toda ella).
Sin embargo, inexplicablemente para los abogados que lo atendieron, aquel proceso del Nazareno era el eje de su defensa como caso ejemplar.  El viejo Tiberio era un hombre serio y había sido enemigo de magias y de magos, tomando muy en cuenta el daño de estas prácticas para los pueblos y habiendo condenando a muchos de ellos a la muerte. Es por ello que Pilato había dado especial mención en las detalladas Actas (como era normal en las administraciones romanas con respecto a todos los actos de gobierno, aun menores) que mandó a la capital por el proceso del Galileo; el carácter de “mago” del condenado.
Entendamos; no el de un fantoche o un prestidigitador, que no hubiera merituado una ejecución, sino un muy notable detentor de poderes de lo oculto con gran influencia en las gentes. Las Actas iban con pruebas fehacientes y testimonios indubitables de sus curaciones, exorcismos, multiplicaciones de comidas y hasta resurrecciones; recuentos de las numerosas aclamaciones populares para hacerlo Rey de Israel, siendo la más notable ocurrida una semana antes de su ejecución en que fuera recibido en la capital con aclamaciones y alfombras de palmas. Y aún más, la misma “resurrección” de este hombre estaba en las actas dada como cierta, testimoniada por los soldados y oficiales insospechables de perjurio que tuvieron a su cuidado el sepulcro y por otros que lo vieron después de muerto. Sobre este punto se abundaba y se descargaba de la acusación de no haber hecho lo que se debía con esa guardia, como se lo pidieron los judíos por temor a que fuera arrebatado el cuerpo. Los documentos también daban noticia de dos fenómenos extraordinarios ocurridos al momento de Su muerte, un temblor de tierra fortísimo y un oscurecimiento del cielo inexplicable (hubo que disponer tareas de reparación sobre el techo del Templo, con la eterna discusión sobre quién proveería los fondos. Los hizo salir  del tesoro del Templo sin más vueltas).
 Tanto detalle en aquellas “memorias” administrativas habían enojado a los judíos todavía más que el asunto de la cartilla colgada en la cruz, pues Pilatos daba cuentas de un mago prodigioso, un Rey de los Judíos finalmente, y no de un embaucador como querían dejar saber los fariseos. Las Actas hablaban de un asunto verdaderamente serio para el Imperio, él no había actuado ni por miedo, ni por dar el gusto a los judíos de algo sin importancia. Ante las quejas de aquellos por las Actas –que se habían filtrado mediante sobornos-  siempre repetía lo mismo que dijo con respecto a la inscripción en la cruz: “¡Lo escrito, escrito está!”. (Tanta razón tenían en sus quejas los judíos que, años después, muchos cristianos llamaron a estas Actas de Pilato “El Quinto Evangelio”, y por ellas hubo quienes promovieron e intentaron la rehabilitación de Pilato,como si hubiera sido un converso.
  Este caso, traído ahora a la defensa, demostraba –según sus razonamientos- su lealtad y consonancia con la política del César y, aprovechando la confusión de Este con otros galileos - como si fueran todos magos - la necesidad de esta última purga que, aunque ocurrida cinco años después de aquel hecho bien justificado, pretendía que tenía iguales raíces e idéntica justificación.
 Pero a Calígula le divertían los magos, él mismo se burlaba hablando con su caballo y no tomaba en serio estos asuntos de religión como lo había hecho su predecesor, quedando todo el trabajo de defensa desperdiciado y, como suele suceder cuando no se nos escucha, los argumentos lo obsesionaron y se quedaron atormentándolo, ensayados mil veces en su cabeza con sucesivos agregados y exclusiones.   
Para Pilato la aparición en la Galia de personajes que vivieron aquellos hechos en Judea había sido la reapertura de una vieja herida (en realidad, nunca suturada). Ya antes, los reproches de Claudia lo habían obligado a ensayar un doble discurso y estos testigos presenciales que se hacían conocidos en la zona y que lo mentaban, lo obligaban a retomar aquella contradicción.
Él mismo había llegado a confundirse en sus recuerdos, tomando por días uno u otro argumento - el de que fue empujado o el de que fue su decisión - y la más de las veces no alcanzaba a ver cuál era la verdad. Como en aquel entonces “¿Qué es la verdad?” se decía, pero ya no como una pregunta retórica y escéptica, sino como una duda acuciante.
 Era entendible estando Claudia viva; la amaba, y sabía que ese amor era su única parte humana. Pero una vez muerta ya no estaba obligado a justificarse ante nadie, pensó que cesaría esta necesidad de argumentar. Lo hecho, hecho estaba. Pero Claudia nunca dejó de estar en su mente encarnando algo parecido a lo que llaman estos perros cristianos “remordimiento” (sentimiento absurdo en hombres de mando, que debe ser desechado y aplastado como un tábano) y aun muerta, le exigía explicaciones. Maldita Claudia. Amada Claudia.
La llevó a Judea contra la sabia costumbre de que los Pretores no llevaran sus mujeres al destino. Todo por no dejar de intentar el deseo que tenía ella de engendrar un hijo, y terminó convirtiéndose en su peor castigo por desoír sabias tradiciones administrativas. Es cierto que la bien educada romana jamás se atrevió a una pregunta directa, eran sus ojos los que preguntaban, era su dolor el que interrogaba desde el gesto… “¿Es cierto que lo condenaste forzado por las circunstancias y muy a pesar tuyo? … como me dices en voz alta…  ¿Empujado por la razón de estado ante una posible rebelión?”. Siendo por otra parte que ella se reprochaba sin cesar la timidez ¿o cobardía? de su esquela : “no intervengas en los asuntos de este hombre justo”. ¿No debió pedirle que “sí intervenga”?    
Esto de “la fuerza de las circunstancias” eran rotundas aseveraciones frente a ella. Pero en sus Actas dijo otra cosa al Emperador, allí fue dueño y señor de sus actos, tomando las decisiones en completa libertad, y “lo escrito, escrito está”. Por otra parte, él sabía que tanto lío no podían armar esos malditos y roñosos judíos aquel día, que así como lo constreñían con astucia también temían sus arrebatos de crueldad y saldrían como cuzcos si sus ojos mostraban las chispas del odio que siempre les tuvo. En realidad presionaban sobre sus defectos, que bien conocían, y no tanto por amenazas que sabían peligrosas de volverse en sus contras.
 Cuando mandó a buscar el cuenco y la jarra con agua - su acto teatral - sabía que tenía una razón legal para aplazar el asunto; la ley indicaba no menos de diez días entre condena y ejecución, además de que no correspondía la crucifixión por el delito de blasfemia, sino la lapidación. Bien pudo darle el gusto a su mujer de lo que pedía en la esquela. Los judíos lo apuraban jugando con su ligereza e impaciencia y con astucia habían aprovechado la confusión que él mismo permitiera con el trueque por Barrabás. No sólo soltaron al ladrón asesino, sino que impusieron a Jesús la pena que a este le tocaba, la de un ladrón y asesino, la más cruel y vergonzosa, la cruz, y él ya no tuvo más paciencia ni ganas de reiniciar toda la discusión. Siendo que por otra parte ya estaba listo el patíbulo para los otros dos delincuentes, se aprovechaba el desplazamiento de la guardia que entraba esa noche en licencia, los judíos entraban en la Pascua, y … después de todo …  lo que estaba en juego era solamente la vida de un judío. Hombre impresionante, debe aceptarse, no del común de la chusma. Pero… que sea lo que sea, quería terminar.
Hoy sabía que si hubiera esgrimido aquella vez estas razones legales hubieran quedado mudos y burlados, también los judíos sabían estas leyes, además sabían que él las conocía y las estaba sopesando, pero más sabían de su indolencia en el cargo y lo veían impaciente por terminar sin pensar demasiado y queriendo sacárselos a ellos de encima que se volvían cargosos. Aprovechaban su proverbial desdén por todo lo judío (siendo que era su función gobernar justamente eso) y le daban el gusto de verlos rebajarse. Eso lo alagaba.
 Años con las preguntas dando vueltas en su cabeza. ¿Cuál fue el vértigo que a lo apuró? ¿Su impaciencia? ¿su desprecio por su misma función? ¿De dónde le venía este desgano de terminar todas las cosas como fuera? Esa no había sido su formación romana.  Pero… ¿¡Cuántos años más en ese podrido destino!? No era desprecio por la ley romana ¡el desprecio era por aplicarla a esa gente! un exceso de prudencia en los romanos al apreciar estos pueblos que no merecían más que el despotismo. ¿Era su apuro por terminar con esto para hacer alguna otra cosa más importante? ¿Alguna construcción? ¿Qué estaba por hacer?... Y por más que buscaba no encontraba.
Claudia lo conocía, conocía su impaciencia, y su esquela iba más dirigida a impedir esta actitud, a ganar tiempo y lograr reflexión, que a darle valor frente a los judíos o hacerle ponderar al Hombre “Justo”; que no era furia lo que le faltaba a su marido, sino temple, madurez, hombría, responsabilidad, oficio. Ella supo usar la única razón que podía frenarlo; que lo hiciera por ella, por darle paz. Pero ganó el desdén y él se dijo que ella olvidaría pronto. Se lo dijo a sí mismo sin creerlo, para justificarse y no tener que tomarse el trabajo de desandar lo que había andado, o que habían andado otros por él. Porque bien sabía que ella no olvidaba nada, era insoportablemente persistente. Las palabras de la esquela que seguía en su mano le daban vueltas en la mente mientras tenía que decidir y lo hacían confundirse. Ella se refirió a “ese hombre justo”, y por ello él dijo “he aquí al Hombre” luego del suplicio, claro que no dijo “Justo”. En realidad en ese momento le contestaba a ella, los demás nada entendieron, ni les importó.
Ella lo entendió; malditos fueron los dos. Claudia supo que Aquel era “El Hombre” y era el “Justo”. Y a partir de allí tanto se interesó por Él, acercándose a las mujeres que lo rodearon en vida para indagar más de su Vida, que lo amó de una forma en que nunca amó a su esposo. Como a Pilato le hubiera gustado ser amado. Con admiración de mujer, no con resignación de esposa. Y por eso él odió Su recuerdo.
Claudia no fue nunca un consuelo a partir de allí, había secado su cuerpo y enajenado su alma y andaba silenciosa por la casa gestionando algunos favores para los prosélitos cristianos que escapaban de las furias de los judíos. Tubo Pilato que esconderle sus joyas que día a día mermaban de los cofres. Y ya casi no hablaron más entre ellos. De todas aquellas gentes de la Judea y de su mismo entorno administrativo y militar no le quedaban recuerdos amistosos. Quizá un solo hombre de todos aquellos se salvaba de la repugnancia y el rechazo de la memoria, un tal José de Arimatea, con el que arregló los asuntos de la entrega del Cuerpo del Nazareno y varios trámites de salidas de otros perseguidos. Por él supo de la Resurrección y aunque guardó total compostura de incredulidad, no rechazó en su fuero íntimo la solidez del testimonio.  Había en él una sinceridad y una comprensión inexplicable. Hombre mayor, tenía la atrevida costumbre de tratarlo con cierta intimidad paternal y hasta tomarlo del brazo. Para poder frecuentarlo Pilato le compraba telas de vez en cuando y al volver a verlo sentía que era la única persona en el mundo que nada le reprochaba. Una oportunidad, caminando por el jardín y sentados junto a la fuente, sintió una enorme necesidad de apoyar su cabeza sobre el regazo de aquel hombre y llorar a rienda suelta como un niño, con él no sentía la necesidad de justificarse y por primera vez experimentaba la extrema necesidad de simplemente ser perdonado. Pero pudo contenerse; un funcionario no puede pedir perdón: o se justifica, o renuncia. Sólo un niño puede pedir perdón y seguir jugando. “Sed como niños” había escuchado que enseñaba aquel Nazareno. Él jamás lo fue por educación severa y no pudo tener hijos en quienes ver la infancia. No sólo era un gusto que no podía darse, sino que nunca supo cómo se hacía.