La mujer creada por Dios
Un viejo amigo me precisó que la palabra
“mujer” era un adjetivo sustantivado. Ese ser que Dios puso como compañera del
hombre era en el inicio designado como “varona” (virago), que es lo que
significa Eva, y en algún lugar de la historia su mejor expresión la terminó
designando para siempre por su mayor cualidad: “la ternura”. La palabra mujer
(mullier) viene de “muelle”, blando, tierno. Es decir que cuando llamamos
a ese ser “mujer”, ya estamos haciendo mención a una cualidad, que es la
ternura. En fin, resulta que la palabra ya indica por sí misma un piropo, una
designación amorosa que hace el varón inspirado por el cariño.
No me cabe a mí mucha duda que debe haber
sido el mismo Adán –que fue quien nombró todas las cosas– el que comenzó esta
amorosa pirueta gramatical. Y tampoco dudo que esta idea no nació en aquella
aventura temprana de la inocencia, donde la naturaleza toda brindaba ternura,
sino después, ya fuera del paraíso y él condenado a buscar el pan con sudor y
sangre. Más probable que en el momento de la intimidad matrimonial consoladora
de aquella enorme pérdida –en el que no dudo que haya pronunciado el adjetivo–
se le debe haber hecho patente en ese momento increíble del primer parto de la
historia, cuando ambos vieron el primer nacimiento y, esa madre de todos
nosotros (a la que imagino más bella que todas las mujeres que el mundo haya
visto) se maravilló dolorida y atemorizada ante un hecho que no tenía
experiencia anterior alguna; del que quizá temió que pudiera ser la muerte y
con ella el final de todo, pero que de pronto ponía en sus manos y a su pecho
“un niño”. Y su cara llorosa ya comenzó a hacer mohines para calmar el berrido
de aquel primer cachorro.
Un tanto celoso, el mismo Adán, tomó por
primera vez la medida de la “ternura”; de una ternura que a él, y por él, jamás
le hubiera sido regalada, y debe haber sido en ese momento, del que él era un
testigo casi ajeno (como lo somos todos los padres ante un nacimiento), que
concibió la palabra como un sustantivo, pues toda la ternura se expresaba en
aquella extraordinaria relación.
Aquel primer parto era mucho más en ellos
de lo que podemos experimentar o imaginar nosotros hoy. Alejados de Dios, a la
intemperie de la selva, pensando cómo se podría hacer realidad aquella Promesa
del Padre, este hijo, ese pequeño, era el principio de cumplimiento de esa
promesa que tomaba forma. Ese niño era el Mesías, el Salvador, o por lo menos,
el inicio palpable de que el Mesías llegaría, y que vendría del vientre de Eva.
Aquel hijo era la victoria y la revancha contra el demonio. Su subsistencia era
la clave de la redención de toda la humanidad. Ella no lo podría dejar ni por
un momento, prodigándose en cuidados y caricias, y él, ya saliendo de sus
oscuros remordimientos, tensaría todos sus músculos para proveer y defender la
Esperanza que tomaba cuerpo en esa dupla de una dulzura tan extensa como el
cielo que abría, sin pensar en otra cosa hasta la noche, en que al volver a su
casa debe haber cantado a la luz de la luna y, por primera vez después de la
salida del paraíso, después de tanto llanto y culpa, las más hermosas plegarias
de gratitud al Padre que se hayan podido escribir nunca jamás, ni aún en el
paraíso.
Esta misión enorme de Eva como “madre”
marcaría a todas las mujeres del pueblo de la Promesa. En sus vientres se
jugaba el destino de toda la humanidad, de ellos saldría alguna vez el Mesías
esperado. Y esto podría ocurrir en cualquier momento. Cada una de ellas, ya en
Canaán, ya en Egipto, ya en aquel interminable Éxodo, rezaban a Dios sobre sus
vientres para ser acreedoras de aquel infinito privilegio de ser las madres,
las abuelas o las bisabuelas del Bienamado de las gentes. Las estériles
desconsoladas y las fértiles urgidas ¡sino en esta generación será en la
próxima! pero TODO se jugaba en las generaciones de sus vientres.
Quizá con cierta simpleza viril entendamos
que toda aquella historia era por encontrar una “tierra” de la que manaba leche
y miel, pero este destino que hacía de sus vientres la verdadera tierra
prometida estaba bien marcado en sus mujeres, en la leche y la miel de sus
cuerpos. Hay relatos increíbles de ello, como el de aquella Tara, que desairada
por su cuñado Onán (condenado a muerte por evitar la generación) esperó a su
suegro Judá a la vera del camino disfrazada de ramera, desplegando su
voluptuosidad de mujer para lograr ser parte de este destino sagrado, para con
un engaño poder cumplir con su destino generativo, y que con ello, ¡logró ser
ascendiente del Mesías! ¡Qué maravillosa y “descontracturada” providencia de
Dios! Aquella audacia de donación, en que puso en juego su voluptuosidad y su
bienaventuranza, la convirtió en una de las “madres” del Mesías. (Sin duda el
relato bíblico no es un asunto de puritanos).
Más tarde, el más maravilloso alago pronunciado
a una mujer, de boca nada menos que de un ángel, dijo a aquella bellísima Niña
de Nazaret, “¡Ave María! …. ¡Bendita tu eres entre todas las “mujeres” (no
viragos) y (porque) bendito es el fruto de tu VIENTRE!”. Y a él –a Su Vientre–
se dirigirá el grito de aquella santa mujer (Luc, 11) “¡Bendito el vientre que
te llevó, y los pechos que te amamantaron!”
Desde Eva hasta María, miles de mujeres
buscaron en la generosidad de sus vientres la salvación del mundo (no existía
la valoración de la virginidad en las mujeres veterotestamentarias, había que
parir al Mesías), y todas sus personalidades se desarrollaron en la esperanza
de la fertilidad de sus vientres para poder cumplir ese destino de Reina que ya
anunciaban las escrituras (y que jamás, hasta ahora, abandonará la ambición de
la mujer). No nos habla el ángel de su preciosísimo Corazón, o de otros de sus
atributos corporales, él pronuncia y designa aquella parte del Cuerpo de María,
tan íntimo, o podríamos decir, tan inapropiadamente íntimo, al punto que sólo
un ángel u otra buena y santa mujer, podrían nombrarlo sin que un raro
escalofrío corriera por las tripas de quien lo nombrara. Y ese canto al
“vientre”, ya sagrario, es la más púdica de las “inconveniencias” jamás
expresadas en la historia. En aquella milagrosa imagen de la Guadalupana, hecha
de su mano, la Virgen mostrará la gloria de su vientre pariendo la América
católica.
La civilización cristiana heredará esta
concepción de lo femenino, la de la ternura maternal centrada sobre el vientre
femenino, y aún ya producida la concepción del Cristo, las mujeres cristianas
guardarán en su memoria más visceral esta idea de sus vientres como sagrarios
de Cristo, vientres que parirán a los “electos”, a los santos, a los sabios o a
los héroes de la cristiandad –a los sacerdotes, finalmente Cristos– y por ello
ser “reinas”. A su vez, el ideal Mariano, de la Virgen y Madre, abrirá las
puertas para las religiosas consagradas, en las que la conservación inmaculada
de sus vientres renueva aquel Sagrario, pero donde el centro de la feminidad
sigue estando en este punto tan íntimo y a la vez tan incómodo de tratar con el
debido pudor.
La Mujer moderna
La mujer moderna rabiará con furia frente
a este “condicionamiento cultural”, frente a esta concepción casi exclusiva de
su función de “madre” (biológica o espiritual), y pugnará por ser tenida en
cuenta como “virago”, a la par de la condición del varón, y no “relegada” a la
mísera función de ser “un vientre”, como se puede hablar del ganado. Pero lo
más curioso, es que no otro era el centro de la feminidad pagana y no otro, por
más que chillen y pataleen (como veremos), el de la feminidad moderna. Pero
ahora no para hacer ya de sus vientres la “Puerta del Cielo” y “Causa de
nuestra alegría”, sino la puerta del gozo más humano, causa del placer. Quieran
que no, aquella designación gloriosamente visceral ¡Bendita en tu vientre!
¡Bendita por tu vientre! sigue vigiendo como centro de sus existencias, y es en
la potencialidad del gozo –sublime o voluptuoso– que de ellos se dispensa, que
se hacen “acreedoras a todo” “reinas del cielo”, y “provisionalmente
inferiores” al varón. Porque ese varón pronto estará de rodillas ante una de
ellas para implorar los favores de la gloria o del placer, y estando claramente
dispuesto a poner el mundo a sus pies invocándola como “Reina”, del Cielo o del
Mundo. Ante sus vientres rogará un Santo Domingo o un Don Juan, ante ellas
rendirán sus ejércitos un Juan de Austria o un Enrique VIII, implorando sus
favores para salvar a la cristiandad o para perderla.
No digo que no puedan ser tiernas las
caricias de la cortesana que gana el mundo de manos de su hombre, adjetivamente
tiernas, pero la sustantividad de la ternura se da en la maternidad, donde esa
“amante”, desde el fruto de su vientre gana el cielo para ella y para todos. La
religiosa consagrada, y disculpen el atrevimiento, no es una seca, sino que
lleva con toda ternura en su vientre al Cristo hecho Hostia, como la Virgen en su
tierno vientre, y desde allí acuna a toda la humanidad, asunto que los “ciegos”
no suelen percibir.
Hay en la mujer de todos los tiempos
pasados esta tendencia a ser “acreedoras de todo” por la generosa donación de
sus vientres, en la exagerada y total entrega para el gozo de los hombres,
sublime en el caso de la bienaventurada, pecaminoso en el de la voluptuosa,
pero en todos los casos, conscientes de que hay en él una prefiguración del
paraíso y del cielo, que hay en él un poder extraordinario de atracción que
salva o hunde a los hombres.
Si repasamos las páginas de la obra “Lujo
y Capitalismo” de Werner Sombart, descubriremos que ha sido el vientre de la
cortesana el que produjo el estallido del capitalismo, el que inaugura la
modernidad, donde el hombre rindió a sus pies –a su vientre‒ el mundo. Mundo
que tomó una nueva forma y que pasó de rendir culto al vientre de María, a
rendir culto al de la cortesana, la que exigió para su devoción no ya la pompa
de la liturgia, sino el “lujo” de la vida que crearía la sociedad
capitalista.
Dejemos esta difícil analogía donde la
mujer busca la perdición o la salvación desde un mismo lugar de su cuerpo y con
una símil disposición generosa o incalculada a la donación, haciéndose
acreedora al sustantivo o al adjetivo, con innumerables casos históricos en que
esta disposición, por más pecaminosa que fuera, no desnaturalizaba la mujer
hasta el punto de no hacerla pasible de conversión. ¡Cuántas Magdalenas!
Pero ya Sombart nos avisa que el
renacimiento va dando a luz a un ser intermedio, la “demimondaine”
(casi-mundana), que a medias de ambos tipos, mantiene una honestidad junto a
una voluptuosidad que maneja para competir por su hombre con la cortesana, pero
ambas dadas a media máquina. Esta transforma su hogar y su persona en una
mezcla de ambas cosas, pero ambas con retaceo, y con ello va dando lugar a la
“honesta burguesa” cuya despectiva descripción supiera hacer con genialidad
–pero con exageración– León Bloy, definiéndola como “la mujer honesta, vale
decir, la pareja del burgués, la condenada absoluta, a quién ningún holocausto
alcanzará a redimir”. Lo importante de este nuevo (y viejo) tipo, es la
escatimación de la entrega, la donación a medias a Dios y al varón. La tibia,
la que pare una “parejita”, la que no quiere exageraciones religiosas pero
aprueba una suave pátina de religiosidad. La que con igual mediocridad cultiva
una voluptuosidad retaceada que a nadie convence.
Digo también “viejo tipo” porque siempre
existieron, son este tipo de mujeres las que negaron asilo a la Sagrada Familia
en Belén por no perder su comodidad, las que negaron refugio y comida a Cristo
cuando subía a Jerusalén para ser crucificado –por no meterse en problemas, ni
dejar que sus maridos lo hagan– provocando la ira de Juan que pidió al Señor
que haga llover fuego sobre ese pueblo. Es la que no entrega su vientre ni a
Dios ni al hombre del todo, que se reserva, que busca su comodidad en una
donación camandulera de tome y daca. Una puerta al fin apenas entornada al
gozo, que se cierra no bien se le exige mucho.
Cuando digo que la crítica de Bloy es un
tanto exagerada, hay que tener en cuenta que había ya un varón que habiendo
adquirido malos hábitos, pedía de ella dos cosas imposibles de conciliar y la
ponía en la peor de las situaciones. Los gauchos argentinos solían sobre esto
hacer una chanza extraída de su experiencia equina y la aplicaban como
analogía: “la yegua, o es pa madre, o pa sillera”, y no había que andar
confundiendo las opciones. Pero no podemos dejar de ver una clara iniciativa
femenina, como cuando la manzana, y una subsiguiente debilidad del varón que
espera de ella un cielo natural.
De la obra mencionada debemos sacar como
conclusión, sabia y fundada, el enorme y principal papel de la mujer en la
conformación moral de las naciones y de las épocas, muy por encima del varón.
No debemos perder de vista que la caída del Imperio Oriental obedeció en primer
lugar a la sensualidad de la mujer cristiana oriental, sensualidad que
descubrieron los cruzados y ya comenzaron a extrañar en sus hembras, bravas
mujeres hechas para Dios y el sacrificio, aquellas que como reza el dicho,
“parían mientras iban a lavar la ropa al río”.
La "anti-mujer"
Pero hoy, si como creo, estamos
inaugurando una nueva época de la historia, no ya moderna sino “anticristiana”
(o del anticristo si prefieren), estamos viendo tomar forma una nueva varona
(que desde ningún punto de vista puede ser llamada mujer, ni como adjetivo ni
como sustantivo, pues repugna de toda ternura), y es la virago del apocalipsis,
la anticristiana. No ya la burguesa que retacea el gozo o el fruto de su
vientre en un juego de equívocos, sino la que pretende negar toda entrega, pero
que, a pesar de todo, no podrá esquivar esta atávica localización anatómica de
su personalidad.
Es la mujer que aun negando toda donación,
no le alcanza, y entonces “profana su vientre”. La que ha decido no dar nada a
Dios, ni al varón, destruyendo toda virtualidad de sus entrañas. Lesbiana y
abortera. Entregada al placer onanista para sí misma. Pero al fin, su pirueta
de negación, es un maligno acto de donación de su vientre al demonio. En él,
ahora se celebra el más horrendo acto que se pueda concebir y que cierra toda
puerta al amor, al gozo, y aún al placer del otro.
Este último tipo que se alumbra en las
oscuridades de un tiempo renegado y apóstata, es un monstruo inexplicable fuera
de ser “la celebración de los misterios de Satanás”. Una liturgia del odio. Un
grado al que el varón nunca alcanzará, como no alcanzará la Gloria de María.
Porque ningún varón puede dar ese Sí, ni ese No. Ese Sí que abre el cielo y ese
No que nos lanza al infierno. La Redención comienza con ese Sí de mujer, y
termina su tiempo con este No de varona.
No caben diálogos ni razones con el
demonio. No cabe frente al crimen espantoso del aborto otra cosa que la
oración, el anatema, la excomunión y el exorcismo. La pública expresión de la
fe en liturgias reparadoras. El aborto no es negación a la función natural del
vientre femenino, que eso es la voluptuosidad y aún el retaceo burgués; no es a
la “vida” que se niega en un acto de egoísmo, sino que esto es una afrenta
sobrenatural, un negar la vida sobrenatural realizada con total conciencia y en
íntima relación con las potestades infernales.
Dardo Calderón