UNA CUESTIÓN DE HONOR Dardo Juan Calderón

Hay que reconocer que en este mundo plebeyo el que alguien
tenga una cuestión de honor ya es mucho. Ni que hablar dentro del catolicismo que
luego del Concilio inauguró su etapa democratista a la que un argentino
guarango le dio un tono final casi “orillero”. Pero también, hay que saber que
el concepto de honor ha sufrido derivas que lo hacen a veces irreconocible.
Desde tiempos inmemoriales nuestra religión ha hablado muy
concretamente de “honor”. Existía, sin lugar a dudas, una verdadera
“aristocracia” cristiana basada en la
Virtud, a la que se llamaba el Santoral y que se correspondía con la secuencia
de una “familia”, de un “linaje” que engalanaba la Iglesia y que nos obligaba a
mantener una línea. No hace mucho fue bastardeado por la intromisión de algunos
verdaderos felones del modernismo, creo, que con el objetivo único de
invalidarlo.
Ya de honor se hablaba cuando el viejo Moisés bajaba de aquel
monte con las tablas en la mano y traía en el cuarto mandamiento una concreta
“cuestión de honor”: “Honrarás Padre y
Madre”, decía. No imponía que
fueras justo, generoso u obsecuente con ellos, sino que se trataba de “darles
honra”; y todos estamos de acuerdo en que en esta obligación estaba incluida la
patria. Pero… ¿de qué se trata esto? ¿Cómo se cumple?
Nos cuesta entender de qué se trata porque la malparida
liturgia republicana nos ha hecho pensar que rendir honores a algo o a alguien
(la patria, la bandera, los padres) es un asunto parecido a un culto -a todas
luces idolátrico- y ha establecido un nuevo santoral de “héroes patrios”. Con
lo cual “honrar” sería el ir en procesión, organizar marciales desfiles y hacer reverencias a todas estas cosas -o a
unos viejos- sin tener en cuenta la virtud o el vicio que en ellos – o en
nosotros- se encuentra. No por nada
termina todo esto en el ridículo y la burla de las nuevas generaciones que
descubren el timo.
Y lo cierto es que aquello no tiene nada que ver con honrar.
Es simplemente una apropiación indebida del culto que se le debe a Dios que es
Bueno por sí mismo, pero que no le debemos a estas cosas y a estas personas que
podrán ser buenas, mejores, peores o simplemente perversas. Lo sabemos con
muchos padres, pero a pesar de la evidencia que marca la raíz de la palabra, la
patria de la revolución ha venido a ser más que los padres y más que Dios. Ha devenido en un algo indefinible e
incorruptible por el que hay que sacrificar todo sin posibilidad alguna de
ponerla en contradicho; convirtiéndose en una iglesia, no ya de Cristo, sino de
un Monstruo para el que todos los ciudadanos son la carne de cañón para su
expoliación o sacrificio humano, en pos de un deber patriótico que no puede ser
discutido.
¿Qué entendíamos por “honrar”? Cristo, dice la vieja liturgia
en el Ofertorio, “honra” a su Madre y a los Santos con el Sacrificio que se
ofrecerá en la Misa (sacrificio que les sirve a ellos para honor y a nosotros
para salvación, dice la Oración Trinitaria). Y esto no quiere decir que Cristo
hace reverencias a su Madre, ni mucho menos a los Santos; sino que es al revés.
Lo que se dice es que Cristo “da honra” a todos ellos por ser sus parientes y
compatriotas en aquella Familia y aquella Patria que es el Cielo, Su Reino. Es
un honor para todos nosotros pertenecer a Su Iglesia aun siendo pecadores y en
ese correcto sentido Cristo nos hace el honor de permitirnos ser parte de Su
Cuerpo (Místico). Él es quien aporta el honor a los otros por Ser Quien Es y
algo crece en nosotros sin mérito, repito, pero que no puede decirse
“injustamente”.
De igual manera debemos entender la obligación que se nos
impone en el cuarto mandamiento con respecto a los padres y a la patria. Como
dijimos, no se trata de rendir culto, sino de lograr que ellos reciban “honor”
por ser sus hijos quienes son. Es decir, que uno honra a sus padres siendo
“honorable”, por lo que se “es”, y no por “hacer” algo con respecto a ellos.
Tratando de aclarar vamos por el lado negativo (que es más
fácil de entender la malicia humana). ¿Cómo deshonras y avergüenzas a tus
padres? Pues siendo un imbécil, un libertino, un pícaro u otras linduras. Más
allá de que quizá el pícaro sea de lo más obsequioso con ellos y hasta les
lleve viandas compradas con sus fraudes, los deshonra al SER un taimado. Todos
saben que no muy lejos del árbol cae el fruto.
Y así dicho, parece injusto, pues ¿qué tiene que ver el pobre
padre de un hijo botarate?, ¿y a cuento de qué él tiene que sufrir merma por la
fama de su hijo? Y al revés igual, pues conozco -bastante bien- padres que son
unos lobos y sin embargo tienen hijos corderos y mal parece que se vean
beneficiados por la mansedumbre de aquellos. Pero todo parece injusto a nuestra
mentalidad revolucionaria plebeya e individualista. Mal que nos pese fuimos
creados como familias y como linajes, y todos tenemos que ver con todos una vez
que somos familia -o Iglesia- y de allí
que debemos honrar y no deshonrar justamente por esto de que nos estamos
haciendo “en común”.
El parentesco con alguien honorable te otorga un agregado que
suma y que algo te conforma, que es tuyo y no es hurtado. De igual manera te resta el parentesco con un
crápula, merma que se expresa en tu andar avergonzado y que este andar resulte
ajustado. Y ni que hablar cuando perteneces a todo un linaje de gentes
honorables o por el contrario, a una banda de sochantres. Que ese asunto de ser
familias y que al serlo nos andemos influyendo para bien o mal, no se nos ocurrió a nosotros sino al
Buen Dios. Y probablemente se Le ocurrió para que entendiéramos algo mucho más
alto que pasa por la Comunión de los Santos y tuviéramos que comportarnos a la
altura de aquellos nobilísimos parientes que tenemos en el cielo.
La obligación para con la Patria es la misma que con los
padres. Está en el mismo mandamiento, hay que honrarla y, como dije más arriba,
no se hace con parafernalias chauvinistas ni oratorias estentóreas e
idolátricas, con ¡vivas! y sin juicio crítico,
sino que se cumple siendo un tipo honorable y punto. Muchos hoy
entienden que más la sirve un pícaro que se suma a la mentira y la camándula
democrática para arrimarle algunas ventajas que cuentan y suenan -y hablo de
verdaderas ventajas- como si ella fuera un mal padre al que le importan las
viandas que le arriman, así hayan sido ganadas bajándose sus hijos los
gregüescos. Y no es así. Pues una Patria y una familia es buena y grande cuando
sus hijos son honestos y nobles.
Que en fin, para andar honrando a otros lo que importa es
quién eres y no las ventajas que procuras. Y así, he conocido hijos que aun
destratando a sus padres díscolos los han honrado al ser buenos cristianos; y
más los han honrado al destratarlos con justa causa y en favor del Bien y la
Verdad, haciendo decir a todos: “tan malo
no era el truhan para tener semejante hijo”. Y que lo mismo es con las
patrias que del brazo de la revolución anticristiana se han hecho prostitutas y
perversas. Que hay que destratarlas y no por eso se deja de honrarlas siendo
buenos católicos, sino todo lo contrario. Que a muchos les cuesta comprender
que las patrias y los padres no son buenos por sí, sino por la virtud y por su
participación de la única y Verdadera Patria que es el Reino de Dios y que nos
espera en el cielo.
Que no hay que arrojar perlas a los chanchos con ese fraude
del culto patriótico que inventaron, no hace tanto, los Jacobinos para
suplantar la Liturgia Cristiana y en nombre del cual asesinaron a las familias
vandeanas acusadas de traidores y bandidos. El mismo culto que exacerbara el
infame Bonaparte para financiar con abundante sangre cristiana su aventura de
exportación de los derechos del hombre; que se imitara en estos pagos con las
absurdas guerras de la “independencia”. Culto que mantuvieron los capitalistas
para vender las armas que destruyeron la Europa Cristiana; que explotara Stalin
para sostener su satánica máquina de pisar gentes porque sí.
Culto del que tragaran también el anzuelo casi todos los nacionalismos,
aun católicos, para terminar, a sabiendas, marchando bajo falsas banderas,
cantando himnos imbéciles y sirviendo a los peores intereses para contribuir a Una Masacre por bagatelas (como diría
Céline en aquella profecía) y amanecer avergonzados de estar vivos -“dichosos
los que han muerto…”- en el siglo XXI. Allí los católicos nos desayunamos el
haber contribuido fuertemente a la demolición definitiva de la Civilización
Cristiana y de las propias patrias. Quedamos con La valija vacía por no pasar la vergüenza de ser acusados de
traidores, cobardes y pacifistas ante un jurado de opinión manipulado por cretinos
hermanitos tres puntos, los que explotaron entre carcajadas de avaros la
estúpida vena militarista inoculada subrepticiamente por la revolución -aún
entre los mismos religiosos- y a la que no pudimos resistirnos para delicia del
demonio.
El mandinga nos dejó ante la artificiosa dialéctica de formar
parte de la masacre o del oprobio dreifusista, encerrona en la que entramos
para terminar siendo siempre, en estas aventuras, el pato de la boda (aun conscientes
de que nos desvalijaban y sospechando que no era este - el honor exuperiano -
el verdadero “honor Cristiano”).
Ya es hora de decir esto aunque ofenda, porque la próxima
faena a la que el “patriotismo” nos llevará con sus pífanos y trompetas
militares tan galantes y mononas, será muy probablemente la Empresa del
Anticristo, en cuyos ejércitos y en cuya burocracia -no dudo- estarán firmes y
cumplidos gran parte de los mejores católicos con el clásico argumento de que
“la patria así lo exige”. Una cuestión de honor mal entendida.